Crítica de la película Los muertos no mueren, dirigida por Jim Jarmusch
Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die). Año: 2019. Duración: 103′. País: Estados Unidos. Dirección: Jim Jarmusch. Guion: Jim Jarmusch. Fotografía: Frederick Elmes. Reparto: Bill Murray, Adam Driver, Tilda Swinton, Chloë Sevigny, Steve Buscemi, Danny Glover, Caleb Landry Jones, Rosie Pérez, Iggy Pop, Sarah Driver, RZA, Selena Gomez, Carol Kane, Tom Waits.
Los muertos no mueren no es una película de zombis al uso, el espectador que vaya buscando una película de acción al estilo The Walking Dead o una cinta de comedia de horror como Zombie´s Party o Bienvenidos Zombieland se va a sentir francamente decepcionado. En lo que no engaña la promoción de Los muertos no mueren es en el tono del trailer que pudimos visionar desde su estreno en el Festival de Cannes: una película coral, una comedia contenida con guiños al cine de John Waters y una estética pulp al más fiel estilo George A. Romero de La Noche de los Muertos Vivientes. Con todos estos factores bien presentes, Los muertos no mueren suponen la tercera inmersión de Jim Jarmusch en el cine fantástico, esta vez de forma tan explícita como es dentro del género de los muertos vivientes; recordemos que su película anterior, Solo los amantes sobreviven, tocaba el vampirismo desde la óptica de la cultura pop, y previamente se acercó, de forma metarreferencial, al cine policíaco japonés con Ghost Dog y al western de tintes sobrenaturales con Dead Man.
Bill Murray interpreta al sheriff de Centerville, una pequeña ciudad del Medio Oeste norteamericano donde el día a día suele ser bastante monótono. Esa monotonía que invade la cotidianeidad de la ciudad se contagia también a sus habitantes, y de forma notable al sheriff y a sus ayudantes ( Cloë Sevigny y Adam Driver), con una parsimonia rayana en el laconismo. Finalmente, Jim Jarmusch extiende ese tono slow motion al conjunto de la película y todos sus personajes, el resultado es una comedia lenta, como la canción country que da título a la película y que se puede oír varias veces en la primera parte del metraje, con un ritmo pausado en extremo y en el que se producen pocos altibajos,. Este tono narrativo juega desfavorablemente para Los muertos nunca mueren, los golpes de efecto que casi pasan desapercibidos y, en general, el filme coquetea peligrosamente con el tedio del espectador.
Pero dentro de esta comedia de horror a medio gas hay elementos tan salvables como interesantes. Podemos empezar con el casting, de lo más variado: una estrella como Bill Murray, una gigante de la interpretación como es Cloë Sevigny, un hito del mumblegore como Larry Fessenden, Selena Gómez como representante del mainstream, la inclasificable Tilda Swinton -protagonista de su anterior filme-, un guiño al fantástico más obtuso con Caleb Landry Jones -protagonista de Antiviral-, uno de los actores más señeros del cine ochentero norteamericano como es Danny Glover –Arma Leta, Depredador 2-, un actor formado en el cine independiente como es Steve Buscemi y, finalmente, un elenco sacado de los sueños húmedos de la cultura popular de Jim Jarmusch en el que se incluye a Tom Waits y a Iggy Pop -interpretando a un zombie, quizás la forma en la que Iggy Pop se ve así mismo, un más que veterano y acartonado superviviente de la salvaje movida glam-. Los muertos no mueren ha reunido a una buena colección de intérpretes para dar forma a este elenco, tan coral como diverso, aunque a veces el protagonismo de ciertos actores, como es el caso de Selena Gómez, es tan escaso que provoca más distracción que atención a la película, un problema muy común en las películas de reparto coral, en las que es complicado ponderar correctamente el peso de las intervenciones de los actores.
Los muertos no mueren rinden un homenaje a George A. Romero y sus dos primeras entregas sobre el apocalípsis zombi. Está muy presente La Noche de los Muertos Vivientes en las escenas del cementerio y en el ataque de los zombis a la ferretería y, de modo más existencial, la crítica al consumismo presente en Dawn of the Dead aparece también en Los muertos no mueren, ya que los resucitados también guardan esa memoria de su vida anterior que les incita a volver a consumir todo aquello que les parecían hacer felices en vida. Jim Jarmusch usa éste último código para realizar su recurrente reflexión sobre el sentido de la vida y lo que nos depara tras la muerte, vista ahora la parca no como un paso iniciático, como la concebía en Dead Man, sino como la puerta a la nada, a la negación de un mundo de ultratumba y, por ende, a subrayar el vacío existencial de la vida terrena. Son estos momentos donde Los muertos no mueren nos da las lecturas más profundas, diametralmente alejadas de la vacuidad de gran parte del metraje anterior. Los mejores momentos de Los muertos no mueren suceden en el cementerio, también los más bellos y poéticos, es ahí donde Jim Jarmusch sitúa el campo de batalla de las grandes cuestiones humanas, y donde se ubica a la distancia el personaje de Tom Waits, el ermitaño, como espectador e improvisado narrador del destino de los hombres.