Año: 2006. Duración: País: Reino Unido. Director: Michael Bartlett, Kevin Gates. Guión: Michael Bartlett, Kevin Gates. Música: Stephen Hoper. Fotografía: George Carpenter. Reparto: Russell Jones, Craig Stovin, Jonnie Hurn, James Fisher, Anna Blades, Imogen Church, Kyle Sparks, Alison Mollon, Victoria Nalder, Jonathan Ball, Sophia Ellis, Scott Burkett.
La novela de Bram Stoker, Drácula, que ha dado lugar a un sinfín de adaptaciones en todo tipo de formatos dramáticos, se construyó a base de la recopilación de diarios de los personajes protagonistas que, ensamblados, construían una extensa crónica en tiempo y lugar de las andanzas del vampiro más famoso de la historia. Pero los tiempos cambian y las crónicas de horror se adaptan. Fue el visionario George A. Romero (de nuevo) el que decidió dar un nuevo comienzo a la franquicia de los muertos vivientes con una película que llevaba la palabra “diario” de forma expresa en su título, El Diario de los Muertos (Diary of the Dead, 2007), en el que usando la ahora manida fórmula del found-footage, se narran las vicisitudes de unos jóvenes que recorren las tierras infestadas de muertos vivientes, cámara en mano, haciéndonos vivir con más intensidad sus peripecias y las de aquellos que se encontraban en su camino.
Esta fórmula narrativa no está exenta de problemas si se quiere llegar a la coherencia que ofrece la forma tradicional de contar una historia en el cine. Se requiere un buen guión y una gran capacidad de planificación para no pecar de incongruencias argumentales. Romero pasó la prueba con nota, demostrando que aún en su crepúsculo puede realizar obras interesantes, aunque a la película le faltaba la garra que este realizador demostró en otras entregas de los muertos vivientes. Pero ahí no termina la cosa porque mientras que George A. Romero rodaba su película, una producción británica independiente nos sorprendía con un formato idéntico y un argumento que recordaba en muchos aspectos a la ópera prima del realizador norteamericano, La Noche de los Muertos Vivientes (Night of the Living Dead, 1968). La película a la que nos referimos estaba firmada a dos manos por los británicos Michael Bartlett y Kevin Gates, y su título, era poco menos que sospechoso, Zombie Diaries (2006).
Zombie Diaries es una película de bajo presupuesto, realizada con un equipo de gente muy joven que pone en el asador toda la carnaza posible, metafórica y literalmente hablando, pues hay una gran profusión de escenas con muertos vivientes, y los maquillajes que los pútridos exhiben no son para nada complacientes para el público más acomodado. Y es en esa frescura donde Zombie Diaries destaca, mediante un eficaz uso de la cámara subjetiva, que no deja detalle alguno por escudriñar, y el montaje de varias historias cruzadas de supervivientes: un equipo de reporteros, un pelotón del ejército, unos despistados viajeros que recogen a un autoestopista, y un grupo de supervivientes atrincherados en una granja. Aunque algunas historias queden claramente incompletas, la secuela de este film, Zombie Diaries 2: War of the Dead (2011), remata satisfactoriamente este sangriento cruce de caminos.
Las bloques de la narración están divididos en una introducción y tres “diarios”: Outbreak, Scavengers y The Survivors, contados cámara al hombro y haciéndonos sentir en cada historia el dramatismo de la superivencia extrema, de los que huyen de los muertos vivientes y también de los humanos con malas intenciones. Y debemos emplear el término “muerto viviente” y no “zombi” para referirnos a los monstruos que acechan a los protagonistas pues la verosimilitud de esta película huye del icono pop del zombi y nos acerca a ese miedo primigenio con el que Romero asombró al mundo entero en su obra de 1968.
El rodaje de cámara al hombro ofrece interesantes posibilidades para acrecentar el miedo y la tensión del espectador. Los focos de la cámara son usados en algunas piezas del film como única solución lumínica, indicándonos que, para mayor disfrute de la película, debemos verla en una habitación a oscuras. Por otro lado los cuadros no suelen ser completos, dejando a los personajes y muertos vivientes partidos, creando cercanía al espectador, que tiene la sensación de que se le echan encima. Aparte, el rodaje con cámara al hombro genera imperfecciones en el material rodado al no disponer de apoyos para evitar su vibración u ofreciendo el granulado caracterísitico en aquellos momentos donde la luz es deficiente. La película cuenta también con una escena nocturna donde el modo de visión de la cámara muestra detalles de un tiroteo que, una vez resuelto, es de lo más aterrador.
La música hipnótica de Stephen Hoper ambienta esta historia apocalíptica que tiene su comienzo en una zona rural, y donde los protagonistas viven desesperados ante la llegada de una muerte distinta, una muerte con mayúsculas que no distingue ninguna clase y condición; tal es el pavor que producen las historias de muertos vivientes. Muchos aficionados buscarán aquellos detalles de canibalismo y acción que les hagan pasar un buen rato pero, si queremos profundizar en las raíces del subgénero, el apocalípsis de los muertos vivientes representa el fin de nuestra era, una era tecnológica en la que creíamos que todo estaba bajo control gracias al elevado grado de sofisticación que habíamos alcanzado; y también representa la muerte espiritual de Occidente ya que el apocalípsis de los muertos que se levantan de sus tumbas, y se atreven a devorar a sus seres queridos, es el resultado del derrumbamiento del paradigma espiritual judeo-cristiano, incapaz, por su artificial génesis, de dar soluciones a cuestiones que se salen fuera de su ámbito dogmático. Seguramente la solución la tenemos en el propio libro del Apocalípsis -críptica revelación incluida en la Biblia a regañadientes para sacar réditos religiosos en la época del milenarismo medieval-: Cuando ya no haya sitio en el infierno, los muertos caminarán por la tierra.
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