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Crítica: Los Coches que devoraron París, de Peter Weir

 

Título: Los Coches que Devoraron París (The Cars that ate Paris). Año: 1974. Duración: 90 min. País: Australia. Director: Peter Weir. Guión: Peter Weir, Keith Gow, Piers Davies. Música: Bruce Smeaton.  Fotografía: John R.McLean. Reparto: John Meillon, Terry Camilleri, Kevin Miles, Rick Scully, Max Gillies, Danny Adcock, Bruce Spence, Kevin Golsby, Chris Haywood, Peter Armstrong.

No es casualidad que el título de la primera película del australiano Peter Weir, Los Coches que Devoraron París (1974), usara el nombre de la capital francesa como topónimo para la pequeña población donde se desarrolla una historia que mezcla el surrealismo con la sátira social, el western y el retrato anticipatorio de un género que estaba por venir, el del apocalípsis postindustrial. París es una pequeña población australiana donde los vecinos viven anclados en una era pretérita, con ribetes a esa época victoriana en la que se fundaron y consolidaron las colonias del Reino Unido, entre ellas Australia y las islas oceánicas. Instalados en medio de una crisis económica que ya se hace patente desde los títulos de crédito -esos titulares de periódicos hablando de inestabilidad financiera y caos político-, los habitantes de París viven de la rapiña de los coches accidentados en sus alrededores, acaso provocando ellos mismos los accidentes. El frágil ecosistema de la comunidad se pondrá en peligro cuando los más jóvenes del lugar abandonen los valores tradicionales de aquel victorianismo residual y se dediquen a divertirse estrellando sus coches «tuneados», dejando atrás el orden tradicional y degenerado del que se vanaglorian sus padres.

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Vista Los Coches que Devoraron París como una revisión cinematográfica «a la australiana» de aquella revolución, la del 68, que lanzó a la calle a miles de jóvenes parisinos a reclamar una renovación y apertura de las enquilosadas estructuras sociopolíticas heredadas de la 2ª Guerra Mundial, e igual que en el tumultuoso mayo francés, en Los Coches que Devoraron París, los jóvenes de la ficticia población australiana, aún inconscientemente, buscan la ruptura con la vetusta forma de vida de sus progenitores. Para desgracia de ellos, en lugar de pugnar por una pacífica renovación social, los jóvenes de París (Australia) se dedican a tomar las calles con sus coches y a atemorizar a todo el vecino que no esté dispuesto a dejarles divertirse a gusto. Las amenazas y coacciones se sustantivan con la irrupción de nuevos modelos de coches con aspecto trágicamente amenazador. En la imprescindible novela Crash, J. G. Ballard conceptualizaba al automóvil y al acto de conducir como una experiencia sexual, convirtiendo a la máquina en un fetiche, una extensión de la sexualidad del conductor, una parte más del cuerpo del ser humano, con contenido orgánico; ese concepto queda lejos del tratamiento que hace Peter Weir, y aún más del exhibicionismo de la saga Mad Max -cuyos comienzos, incluso en términos distópicos están en Los Coches que Devoraron París-, sin embargo resulta cuando menos inquietante el papel que Weir otorga a los conductores de los coches, meros engranajes que sirven a un poder superior, el de la máquina, sugiriendo en algunas escenas la ausencia de conductores en los automóviles.

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El diseño de varios automóviles, especialmente del «coche puercoespín» se han visto en algunos de los cuatro capítulos de la saga de George Miller, pero donde ha alcanzado más protagonismo ha sido en la última entrega, Mad Max: Furia en la Carretera (2015). La conexión de Los Coches que Devoraron París con la saga Mad Max es meridianamente clara; ya hemos citado los contornos distópicos en los que se mueve la película de Peter Weir, ese nuevo orden salido del caos aparece como única solución a la renovación de la vida cotidiana, aún suponiendo que dicha catarsis lo único que conlleva es el hundimiento hacia un caos más extremo. Tan paradójico es ese mensaje, esa respuesta al desastre, como el esquema argumental de cualquier película de Mad Max: en algún momento del s. XX se ha acabado la gasolina y los «guerreros de la carretera» saquean a cualquiera que les pueda proporcionar unos litros de combustible para seguir rodando y buscando más gasolina en una espiral sin solución de redención ni vuelta al imposible orden primigenio.

los coches que devoraron París, de Peter Weir

El contexto del cine fantástico australiano de la época, el desierto de las antípodas aparece sembrado de seres amorales y desprejuiciados, de un olvido a las raíces étnicas de los verdaderos dueños de esas tierras colonizadas, no sólo en Los Coches que Devoraron París. Así, la siguiente obra de Peter Weir, Picnic en Hanging Rock (1975) se convertiría en una oda a esa civilización desaparecida, la de los aborígenes, a las reminiscencias de un realismo mágico en las que también ahonda la telúrica Walkabout (1971), de Nicholas Roeg, y La Última Ola (1977), éste quizás el mejor filme de la etapa australiana de Peter Weir, y con el que concluiría el ciclo comenzado por Los Coches que Devoraron París sobre la visión fantástica de su continente -en La Última Ola nuevamente mezcla al anglosajón en los tejemanejes espirituales de una cultura a punto de desaparecer ante la presión del hombre blanco y el consumismo-. Más allá de eso, los protagonistas de Los Coches que Devoraron París o la saga Mad Max son unos macarras y asesinos -incluso los elegantes progenitores de París-, parecidos, aunque salvando las distancias, a los cazadores borrachos de Wake in Fright (1971), dentro del proceso de transformación del universo mágico australiano en una decadente sociedad industrial en la que el consumismo regurgita coches o cerveza. Otro de los títulos más importantes del fantástico australiano de la época, Largo Fin de Semana (Long Week End, 1978) preconiza la venganza de la naturaleza contra las agresiones del anglosajón en un tierra que no le pertenece, igual que hace Greg MacLean en la descontextuada El Territorio de la Bestia (Rogue, 2007) o Russel Mullcahy en la monster movie Razorback (1984).

los coches que devoraron París, de Peter Weir

En otro orden de cosas y apartándonos de los sugerentes subtextos que encontramos en la cinta, la estética de Los Coches que Devoraron París es excesiva y comprensible en cuanto a su costumbrismo -el director quiere dar una sensación de bipolaridad entre lo viejo y lo nuevo, representado por padres e hijos-, cuenta con una fotografía polvorienta y matizada con colores ocres en las escenas que protagonizan los conservadores habitantes de París, pero colorista en los momentos dedicados a sus díscolos retoños. Esta cinematografía queda muy en la línea de los títulos citados anteriormente para poner el foco en lo negro, lo cómico y lo cotidiano. La película también está repleta de sonoridades que ahondan en el retrato de la población de París como un lugar en ningún sitio, una población donde parece que el tiempo se ha parado y que incluso podríamos juzgar, pertenece a un mundo paralelo.

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La carrera de Peter Weir no tardó en ser fagocitada por Hollywood. Tras la mencionada y poco comprendida La Última Ola y los éxitos comerciales de las superproducciones Gallipoli (1981) y El Año en que vivimos peligrosamente (1983), fue la mediocre y ochentera Único Testigo (1985) la que abrió fuego a una etapa norteamericana llena de altibajos en el que Weir se ha querido postular como director comercial de calidad, sin terminar de encontrar ese puñado de proyectos que le etiqueten con la ansiada vitola de autor art house, y es que en este sentido nos quedamos con su etapa australiana, más austera y retro pero más interesante desde el punto de vista artístico.

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